(PL 62) EDITORIAL. Edito62.doc. Manuel Domene
Hace un par de años la cifra de siniestralidad laboral en España inició una moderada curva descendente. Como suele ocurrir en cualquier evento, no existió una causa única, sino la combinación de varias: mayor concienciación de la población laboral y los empleadores, mayor eficacia inspectora de las autoridades laborales, y descenso de la actividad económica.
Si tal constatación estadística no deja de ser buena, conviene moderar el optimismo y no echar las campanas al vuelo, porque un éxito temporal no es garantía de éxitos futuros, sobre todo si se relajan las políticas de control. De hecho, la reducción de la siniestralidad global contrasta con paradojas como el repunte de los accidentes graves o mortales, que, a nuestro juicio, son la prueba de que la negligencia sigue en sus niveles, y que la mejora de la tasa de siniestralidad es inconsistente, coyuntural y de raíz económica (parón de la actividad).
La línea argumental que queremos trabajar es la de moderar el optimismo y seguir ojo avizor en el tajo, donde toda relajación conduce a lo peor. Y para no ponernos excesivamente dramáticos vamos a tomar en consideración riesgos de “segunda fila”, aunque sólo en apariencia. Sólo daremos unas pinceladas sobre el frío como riesgo laboral, los riesgos químicos emergentes y los riesgos psicosociales. Un mínimo análisis nos muestra que estos riesgos subestimados tienen las mismas –si no peores- consecuencias sobre la salud del trabajador.
El frío es un riesgo añadido al trabajo. Se considera que dicho riesgo existe cuando se trabaja a temperaturas iguales o inferiores a los 10-15º C. El frío provoca en los trabajadores lesiones musculo-esqueléticas, enfermedades respiratorias, patologías cardio-vasculares, afecciones circulatorias y cutáneas. El frío es el catalizador de algunas enfermedades, agravando los síntomas de otras de carácter crónico que padezca el trabajador (diabetes, hipertensión, cardiopatías). Pese a todo, es un riesgo subestimado.
La no percepción de un riesgo no excluye su existencia. Con ello nos referimos a los riesgos químicos, muchos de ellos en fase emergente. Los trabajadores están expuestos a sustancias químicas que forman un cóctel letal y cuyos efectos a corto plazo se desconocen hasta que afloren. Según la estadística, más de 74.000 trabajadores fallecen en Europa anualmente víctimas de las sustancias químicas. No obstante, el riesgo químico también se subestima con la ‘política’ del avestruz.
Progresan también las enfermedades mentales provocadas por el trabajo. El estrés crónico ya se ha convertido en una pandemia social, con su legión de dolencias asociadas (ansiedad, depresión… suicidios). Entre las causas, el mal diseño del puesto de trabajo, el estilo de la dirección, y la patología organizativa. El psicosocial es el más desconocido e ignorado de los riesgos laborales actuales.
Sin ánimo catastrofista, hay que decir que éste es el ámbito en el que trabajamos, que los riesgos no cesan, ni se destruyen, en todo caso se transforman, como la energía. Por eso, moderamos nuestro optimismo ante una inflexión estadística coyuntural y seguimos ratificando nuestro discurso, que es el siguiente: mientras no se demuestre que el trabajo está exento de riesgos, lo mejor es mantenerse ojo avizor, vigilantes, sin bajar la guardia, ni mucho menos caer en la auto-complacencia por victorias efímeras.
Hay que trabajar a diario la mejora de las condiciones de trabajo, porque si no lo haces, no te quedas donde estás, sino que acabas retrocediendo como los cangrejos. El riesgo no cesa. El día que el tajo se convierta en fuente de salud –a la inversa de lo que ocurre ahora- habremos culminado nuestra ingente labor.
© Manuel Domene Cintas
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