martes, 30 de julio de 2019

Grasas (y otros recursos) contra la obesi-ansiedad

La ansiedad es un padecimiento general que se alimenta de eventos de nuestras vidas privadas, pero también de circunstancias laborales y profesionales. La interacción del ámbito privado y el laboral es inevitable, y siempre perjudicial en lo tocante a ansiedad. En nuestro país ya contamos con sentencias judiciales -y reconocimientos por parte de la Seguridad Social- que tipifican (en algunos casos) la ansiedad como accidente laboral. Hay muchas terapias de abordaje de la ansiedad, pero trataremos aquí una que está denostada en muchos ámbitos, pero que merece nuestra consideración.
Lo mollar en este artículo es que la ingesta de grasas ayuda a frenar la ansiedad. La grasa aplasta la ansiedad. Pero aún más: la grasa es el remedio contra la obesidad-ansiedad (obesi-ansiedad), dos desórdenes que suelen hermanarse para destruir tu físico y tu auto-estima.


Hay un repertorio de medidas contra la ansiedad que, grosso modo, son: dormir bien, iniciar el día con moral de victoria (y la “V” de victoria), seguir una dieta cetogénica (“Keto”) pobre en carbohidratos (alrededor del 5% de la ingesta total), y cambiar nuestra manera de pensar, evitando el pensamiento negativo, que es el alimento de la ansiedad. Por supuesto, también nos ayudarán el ejercicio físico (moderado o intenso, según nuestra condición física), el ocio en contacto con la naturaleza, cualquier actividad que rompa el círculo vicioso del problema.

El lector avezado ya habrá intuido que la intención de este artículo es mostrar cómo combatir la ansiedad desde dos frentes: aplastándola con grasas (mejor si son saludables) y matándola de hambre al privarla de su principal sustento, que es el pensamiento negativo y los miedos/temores que nos atenazan a los humanos (hay censados hasta unos 7.000). A tenor de lo que desarrollaremos, este artículo bien podría haberse titulado cetogénesis y pensamiento positivo. No nos confundamos, grasas hay muchas. Todas sirven para nuestro propósito; si bien, ser un poquito escrupuloso y selectivo con los lípidos siempre será un plus recomendable en cuanto a resultados y evitación de efectos paralelos no deseados.

Cambios bioquímicos
Antes de entrar en materia, lo repetiré para quienes aún dudan: la ingesta de grasas induce cambios bioquímicos en nuestro organismo, devolviéndolo a conductas alimentarias del paleolítico que hemos abandonando erróneamente, lo que está redundando en trastornos como la obesidad y la ansiedad, dos epidemias en expansión en el ciclo evolutivo del hombre –que, en ocasiones, tiene más de involución que de lo contrario.
Tu cerebro se nutrirá con la energía del azúcar (que es lo que le das), pero funcionaría mucho mejor si le dieras su combustible preferido, que son las grasas y las proteínas
Vamos al abc (abreviado y no exclusivo) de la lucha contra la ansiedad (a veces obesi-ansiedad):
·La grasa, alimento del cerebro
Siempre me ocupé de que mis hijos fuesen bien alimentados al cole por las mañanas. “La glucosa es el principal alimento del cerebro”, les decía, llevado de mi propio error, un error que no era nada casual. Recuerdo un anuncio de las azucareras que, para auto-reivindicarse y frenar la caída de ventas, proclamaba literalmente: “¡Que no te amarguen la vida!”. Como enunciado de marketing, la frase no carece de gancho. Pero hacerle caso (y dejar que las azucareras nos ‘endulcen’ la vida) tiene consecuencias importantes para la salud psicofísica de cualquiera.

Sigue siendo cierto que el cerebro necesita energía debido a su elevado consumo. De hecho, nuestra hambrienta CPU se alimentará de la energía más asequible, que pueden ser los azúcares y los carbohidratos (energía rápida y de baja calidad), pero también puede alimentarse de grasas, que tienen un alto valor energético y alimentan durante más tiempo (cadena larga). Precisamente, la humanidad, en el remoto paleolítico, desarrolló el cerebro cuando abandonó la dieta herbívora y adoptó la carnívora. Comer carne nos hizo progresar en términos cognitivos. Básicamente la dieta era proteica (carne y pescados), complementándose con fruta, frutos secos, raíces, etc. Así vivieron nuestros antepasados durante varios millones de años, y hasta mediados del siglo pasado (en muchos casos).
Nuestro cerebro y nuestro metabolismo se llevan bien con la ingesta de grasas. Es más, la privación de la grasa contraviene nuestra dinámica celular. Sin embargo, ni el cerebro ni el metabolismo de los humanos son plenamente compatibles con la ingesta de carbohidratos y azúcares procesados, que tanto deleitan a nuestro paladar (y acaban convertidos en reservas de grasa que nunca podemos destruir).

¿Por qué grasas sí y carbohidratos no? Es una simple cuestión evolutiva: durante millones de años hemos digerido y aprovechado las grasas. Sin embargo, los hidratos de carbono (trigo, azúcar) apenas llevan unos 10.000 años en la dieta humana, desde la implantación de la agricultura. Nuestro metabolismo, por tanto, está especializado en extraer energía de las grasas. En resumen, tu cerebro se nutrirá con la energía del azúcar (que es lo que le das), pero funcionaría mucho mejor si le dieras su combustible preferido, que son las grasas y las proteínas.
Si suena extraño cuanto digo en favor de las grasas es porque éstas han sido demonizadas desde mediados del siglo pasado por las conclusiones sesgadas (y trucadas) de un científico norteamericano, que no citaré (ver reportaje “The magic pill”, disponible en internet).

Durante décadas, la industria, medicina, sociedad de consumo han aireado la presunta malignidad de las grasas, haciendo que el mensaje calase tan hondo que nos convencieron, sin motivo, de que los productos 0,0% de materia grasa o “light” eran la tabla salvavidas de nuestra salud y buen porte. Pero, al ser productos bajos en nutrientes, la industria se encargó de ‘enriquecer’ su potencial energético por la vía rápida añadiendo azúcares. A la vista están los resultados: legiones de malnutridos que, paradójicamente, están obesos, en muchos casos, y que padecen, con más o menos virulencia, otros efectos colaterales, entre los que están la ansiedad y diversos trastornos de la personalidad.

Cerebro descuidado, cerebro enfermo
No es aventurado lanzar la hipótesis de que un cerebro mal alimentado está más propenso a enfermar (de cualquier cosa) y, por supuesto, enfermar de ansiedad debido a la prevalencia de estresores que nos ponen a prueba a diario y afectan a nuestra resiliencia. 
Junto a la dieta grasa, pobre en carbohidratos, ¿qué más hay que hacer para mantener a raya la ansiedad cuidando simultáneamente nuestro cerebro?

·Dormir bien
Cuando dormimos, el cerebro mantiene una actividad básica, pero también descansa y se restaura. Hace desfragmentación, limpieza, resetea circuitos neuronales. Dormir poco, o tener mala calidad del sueño, es la condición más cercana a la contingencia de enfermar. Olvidemos tópicos falsos. Las personas eficaces lo son porque, entre otras cosas, dominan la técnica de dormir bien. El sueño es vida. Por tanto, huelga aclarar aquí qué representa la falta de sueño.
Saber ‘engañar’ o convencer al cerebro, con positivismo, tiene buenos dividendos
Sin duda, nuestro éxito personal es directamente proporcional a la calidad del sueño. Es el sueño de calidad lo que nos hace efectivos tanto física como intelectualmente. Ello queda probado al analizar los hábitos de sueño de personas de éxito. Si hace unos años se llegó a presentar el sueño como un hábito de cobardes, una debilidad y una pérdida de tiempo, en la actualidad se ha invertido la tendencia. Sabemos que el sueño es vida, por lo que los hábitos relacionados con el descanso interesan cada vez más a la población, que se preocupa por su higiene del sueño. La búsqueda del bienestar ha propiciado que valoremos el sueño y se publiquen libros como “El negocio del sueño: Cómo dormir mejor puede transformar tu carrera”, que investiga el impacto de las horas de sueño en la carrera laboral, ratificando la tesis de que “dormir poco afecta a nuestra memoria, empobrece la atención, la capacidad de toma de decisiones y la creatividad a corto plazo”.

·Levantarse en victoria
Después de un sueño reparador conviene practicar una inocente (pero eficaz) auto-sugestión diciéndonos a nosotros mismos: “¡Qué bien te sientes hoy!”. Y para reforzar este pensamiento positivo de vivir en victoria nada mejor que representar nosotros mismos la “V” de victoria alzando los brazos. Cuando mantenemos la “V” por espacio de, al menos, un minuto, mientras evocamos imágenes positivas de bienestar, estamos proclamando que estamos bien y, con ello, induciendo neuro-químicamente la sensación de bienestar. Bajo este estado mental de ‘felicidad’ nuestra ‘CPU’ no va a tener más remedio que ‘arrancar’ (como los ordenadores) redes neuronales relacionadas con el bienestar y, como consecuencia de ello, la bioquímica de nuestro sistema endocrino empezará a secretar endorfinas y sustancias dopantes naturales que producen calma, sedación, felicidad, positivismo. Para entenderlo rápidamente, por la espiral de nuestro estado de ánimo viajará la emoción que nosotros trabajamos en ese momento. Saber ‘engañar’ o convencer al cerebro, con positivismo, tiene buenos dividendos. Por el contrario, al enfadarnos o entristecernos, nuestro sistema endocrino genera bilis, que se traduce en mal humor y malestar, acompañado de sentimientos de frustración, desesperación, hastío, agresividad, ira, miedo, etc. Todo un cóctel indeseable de energía negativa que nos fundirá los “plomos”.

·Evitar el pensamiento negativo
Como se ha esbozado en el punto anterior, las emociones disparan la secreción química de sustancias de nuestro organismo. Las emociones negativas, mal controladas, nos harán víctimas de recursos fisiológicos, como la adrenalina y el cortisol, concebidos para la auto-conservación. A nadie le conviene ir sufriendo en sus carnes picos de adrenalina, porque acabará con su tranquilidad, desquiciado de los nervios, a merced de la ansiedad y los ataques de pánico u otras fobias varias. Recordemos nuevamente que la ansiedad se nutre del pensamiento negativo. Así que empecemos a pensar en positivo si no queremos ser víctimas de nuestro propio sabotaje. El pesimista –muchas veces sin saberlo- se convierte en su propio peor enemigo.

Presentando batalla
Alimentación, sueño, moral de victoria y pensamiento positivo son condiciones indispensables para hacer frente a la ansiedad. Faltaría subrayar aquí el concepto de ‘hacer frente’, que no es otra cosa que plantar cara al problema. La mejor defensa es la que nos proporciona un ataque decidido. La ansiedad no se debe rehuir, pues sólo podremos derrotarla cuando le hagamos frente con la determinación suficiente para vencerla. Cuando retrocedemos, la ansiedad nos gana terreno. Por lo tanto, la táctica que recomiendan los neurólogos y expertos en conducta cognitiva es la del afrontamiento, algo así como un abordaje en una especie de ‘huida’ que sólo puede ser hacia delante.
Ratificamos, pues, la tesis de inicio de que la “grasa aplasta la ansiedad”, siendo condición necesaria otras medidas de complemento citadas, junto con el enfrentamiento directo del problema. Aunque no lo vamos a tomar al pie de la letra, sí conviene que vayamos aceptando la idea de que el “progreso” tiene sus sombras, y que la ansiedad de los tiempos contemporáneos se combate mejor con un estilo de vida paleolítico (hoy día, llega a estresar más un smartphone que una cacería de mamuts en la prehistoria).


Las aflicciones en nuestra lucha diaria, que soportamos todos, están garantizadas (los problemas son un motor de la historia). Sin embargo, en nuestro diario deambular por la cuerda floja, albergamos algunas certezas: vendrán días mejores y, a la espera de los mismos, nos podemos fortalecer peleando la buena batalla con conocimiento de causa: alimentar/cuidar bien nuestro cerebro nos evitará que alimentemos nuestra ansiedad.

miércoles, 3 de julio de 2019

El estrés térmico por calor, serio riesgo laboral

El calor es uno de los riesgos laborales que no conviene subestimar. El estrés térmico por calor puede pasar inadvertido y producir daños a los trabajadores, suponiendo una amenaza para la vida.
Nuestro cuerpo, que es homeotermo (temperatura estable), necesita un sistema de regulación para mantener la temperatura dentro de unos márgenes muy reducidos. La comodidad térmica (ISO 7730) se definiría como una ‘condición mental que expresa satisfacción’. 

Fisiológicamente, la comodidad obedece a la ecuación: M – W ± R ± C ± RES – E = 0. Si el resultado de la ecuación no es igual a cero, nuestro cuerpo trabaja para cambiar el parámetro. La situación de no equilibrio se traduce en disconfort térmico.
El INSHT nos recuerda que el exceso de calor corporal puede provocar un aumento de la “probabilidad de que se produzcan accidentes de trabajo, se agraven dolencias previas (enfermedades cardiovasculares, respiratorias, renales, cutáneas, diabetes, etc.), se produzcan las llamadas enfermedades relacionadas con el calor”.

Calor y seguridad laboral
La seguridad frente al calor depende de la temperatura ambiental, pero también de la corporal. De hecho, la principal fuente de calor para el organismo es, con diferencia, la producción de calor metabólico. Entre el 75 y el 80% de la energía desarrollada con el trabajo muscular se libera en forma de calor. Para enfriar el cuerpo tenemos que sudar, y para sudar hay que beber agua. Si falla este parámetro (hidratación) incurriremos sin remedio en los problemas asociados de estrés por calor, que deberemos solucionar para evitar males mayores a nuestra salud.
Al trabajar podemos perder grandes cantidades de sudor (más de dos litros/hora durante varias horas). Incluso una pérdida de sudor de tan sólo el 1% del peso corporal (60-80 cl) afecta considerablemente al rendimiento laboral, lo que se manifiesta en un aumento de la frecuencia cardíaca (aumenta unos cinco latidos por minuto por cada 1% de pérdida de agua corporal). 
Cualquier distorsión de los mecanismos fisiológicos de termólisis para mantener  estable la temperatura corporal conduce al peligroso estrés térmico
Uno de los desequilibrios más frecuentes que sobrevendrá en caso de ejercicio elevado (agravado por el factor temperatura/humedad ambiental) será la deshidratación. Una deshidratación severa puede producir agotamiento por calor y colapso circulatorio. Además de la pérdida hídrica, la sudoración supone una pérdida de electrolitos, principalmente sodio (Na+) y cloro (Cl–), y en menor medida, magnesio (Mg++), potasio (K+) y otros. Si se ha excretado gran cantidad de sudor y la reposición ha sido simplemente con agua, puede que el contenido de cloruro sódico del organismo sea bajo, lo que causa calambres por una alteración del funcionamiento de los nervios y los músculos. Esta problemática suele ser especialmente acuciante con tiempo cálido (olas de calor como la actual) para trabajadores que ejecutan su actividad a la intemperie (obreros de la construcción, obras públicas, trabajadores del campo, etc.).

Trastornos derivados del calor
-Síncope por calor. Es una pérdida temporal de conocimiento por la reducción del riego cerebral.
-Edema por calor. Se manifiesta con hinchazón de manos y pies, y pueden sufrirlo personas no aclimatadas expuestas a un ambiente caluroso.
-Calambres por calor. Pueden aparecer tras una intensa sudoración. Son dolorosos espasmos que afectan a las extremidades y los músculos abdominales.
-Agotamiento por calor. Es el trastorno más común. Se produce por deshidratación severa tras perderse una gran cantidad de sudor a consecuencia de un esfuerzo físico prolongado.
-Golpe de calor. Es el más grave de los trastornos del calor, convirtiéndose en una urgencia médica grave que puede provocar la muerte. Su complejo cuadro clínico viene caracterizado por una hipertermia (temperatura elevada) incontrolada que causa lesiones en los tejidos. La carga térmica puede desembocar en un fallo del Sistema Nervioso Central, con lo que nuestro mecanismo de regulación térmica deja de funcionar. El resultado es fatal en minutos (elevación de la temperatura corporal por encima de los 40º C) caso de no producirse una intervención rápida.
No acabaremos sin citar de pasada la radiación solar. Prevenir sus efectos nocivos implica evitarla en la medida de lo posible, además de proteger el cuerpo con ropa de trabajo adecuada o cremas solares, y usar gafas de sol para evitar daños oculares (retina).