En la canción ‘Al alba’, su cantautor decía: “Quiero que no me abandones, amor mío, al alba”. En ningún caso se
decía “no me despiertes”. El despertar temprano (involuntario) incomoda a
algunas personas. Este texto se va a ocupar, con ánimo reivindicativo y
festivo, de algunos ruidos naturales (y connaturales a la propia humanidad) que
pueden hacernos despertar cuando se insinúa el lucero pero domina aún la negrura.
Sustanciaremos estas tesis en el derecho de un gallo francés, de nombre
Maurice, a seguir anunciando las primeras luces del alba porque nació gallo, en
su naturaleza está el quiquiriquí como una seña de identidad genuina y, mal que
nos pese, la civilización urbanita (distanciada de todo lo natural por
definición) no puede permitirse la tiranía de amordazar a los gallos porque
cantan, domesticar (o castrar) la naturaleza o poner puertas al campo para
hacerlo más ‘amistoso’.
Se da la curiosa circunstancia de que nuestro gallo comparte el nombre
con su compatriota, Maurice Chevalier, quien cantó –como nadie- a la lluvia
(The rythm of the rain), a los gatos (Aristogatos) y a una gallina (Si vous
connaissiez ma ‘poule’); si bien esta ‘gallina’ no era ave sino un mamífero del
género humano. Lo cierto es que el gallo responde al nombre de Maurice, aunque
ignoro si la coincidencia onomástica con el cantante fue intencionada o casual.
Tanto Chevalier como el gallo Maurice nacieron para cantar.
No hace falta ser del partido animalista para reconocer a los gallos
el derecho a cantar cuando deseen, especialmente cuando el canto cuestionado es
ese ancestral prolegómeno del día que despunta, que convierte al gallo en el
despertador por excelencia.
Tenemos un patrimonio sonoro en el mundo rural que debe ser protegido.
Ya hemos citado el canto del gallo, al que podemos agregar las manifestaciones
sonoras de otras aves (gallinas, patos, ocas), el canto o trino de los pájaros,
cada uno con su singularidad acústica. Hay quien denigrará sin duda por cansina
a la tórtola, pero esa avecilla canora (sin t) hace lo que la naturaleza le ha
encomendado, que es poner banda sonora al campo con su zureo. Pero hay más ruidos
rurales que integran nuestro patrimonio sonoro en franca decadencia. Tenemos el
ruido de las cigarras o chirrido, metáfora del éxtasis estival, la
auto-complacencia y el carpe diem, el canto de los grillos en las primeras
horas de la noche (cuando el jazmín empieza a embriagar el aire), imagen de
solaz al concluir la jornada. No podemos olvidar las reminiscencias bucólicas
que hay detrás del mugido de las vacas, el rebuzno de los burros, el balido de
las ovejas o el ladrido de los perros.
Y todavía hay más elementos sonoros que reivindicar en el entorno rural, por ejemplo, el ruido del viento (a veces tenue y, otras, amenazador), el ruido de la lluvia que repiquetea estridente en suelos de piedra y contraventanas, el eco de las aguas cantarinas en los cursos altos de los ríos. Tenemos también los sonidos del silencio. Toda una paradoja pero, por lógica, el no-ruido es un ruido (inexistente), que no puede ser excluido del mundo de los sonidos.
Y todavía hay más elementos sonoros que reivindicar en el entorno rural, por ejemplo, el ruido del viento (a veces tenue y, otras, amenazador), el ruido de la lluvia que repiquetea estridente en suelos de piedra y contraventanas, el eco de las aguas cantarinas en los cursos altos de los ríos. Tenemos también los sonidos del silencio. Toda una paradoja pero, por lógica, el no-ruido es un ruido (inexistente), que no puede ser excluido del mundo de los sonidos.
Tradicionalmente asociamos el silencio con
los cementerios, también con la caída de la nieve. Sin embargo, aguzando el
oído, es posible escuchar la sinfonía discreta que crean los copos de nieve cuando
van depositándose sobre el suelo ya cubierto con un manto blanco. Incluso el
natural envaramiento de los cementerios se ve quebrado en la noche por la
manifestación vital, el ululato (derivado de ulular) de los búhos, mochuelos,
autillos, lechuzas y otras pequeñas rapaces que, en su vida nocturna por
camposantos, bancales de cuatro esquinas y sus aledaños, crean una ambientación
sonora de chirridos (lechuza), chucheos y graznidos (búho). Y es más que
evidente que ningún morador de cementerio se ha quejado jamás de las aves
canoras, que seguramente han encontrado entre los muertos la paz que les
negamos los vivos.
La animalidad emerge
Y, por seguir reivindicando la libertad de expresión de los animales,
recordemos el derecho de las abejas a emitir su zumbido, la potestad de los
cerdos de gruñir, o la prerrogativa de los gatos de despachar sus maullidos y
bufidos; las gaviotas sus graznidos; los pavos sus gugluteos; y las ranas su
croar. Estamos ante un mundo sonoro desconocido por olvidado, que nos indica
que el planeta azul que habitamos es una casa compartida con otras especies
animales, capaces todas ellas de emitir sonidos naturales más cultivados,
originales y hermosos que los que generamos los herederos del supuesto ‘homo
sapiens’.
Si el caso del gallo Maurice ha llegado a la prensa y, posteriormente, a la opinión pública, es por la proliferación de los turistas rurales de pacotilla, esos que buscan entornos de ‘campo’ pero sin campo, un campo descafeinado y sucedáneo, de decorado de attrezzo y cartón piedra, en el que no pueden faltar el internet de alta velocidad (¡por favor!), TV por satélite con tropecientos canales, sala multi-cines y espacio de ocio cercana (con centro comercial anexo). Son estos pseudo-turistas rurales desnaturalizados e info-tecnificados, que sólo conciben un modelo de campo urbanizado, los que quieren imponer el toque de queda en el entorno rural: que las campanas no repiquen, las abejas no zumben y los gatos enmudezcan. Eso en el aspecto acústico, porque a los urbanitas ‘perdidos’ en el campo también les molestan los olores campestres, o los suelos carentes de asfalto, entre otras cosas. Este es un despropósito más del ser humano, el mayor depredador del planeta, el peor escollo y estorbo para el resto de insuperables habitantes de la nave tierra. Todos los animales expresamos lo que llevamos dentro.
Maurice, protagonista involuntario de un circo mediático, fue llevado a juicio por cantar. Finalmente, el gallo ha visto reconocidos sus derechos naturales por un juez¿Qué pensará el gallo Maurice de los ruidos que hacemos los humanos cuando él se entrega a su descanso nocturno en el gallinero? Sin duda, molestamos a los animales con nuestros gritos, diversiones, música, los motores de explosión, la actividad frenética, etc. Eso sí que constituye un auténtico perjuicio sonoro, que es fuente de tensión y enfermedad para nosotros mismos. El ruido es un auténtico contaminante físico, razón por la cual se entiende que los mochuelos se vuelvan ‘góticos’ y busquen la paz de los cementerios, huyendo del mundanal ruido, el descomunal ruido que acompaña a los humanos (añádele a eso la contaminación lumínica).
Si el caso del gallo Maurice ha llegado a la prensa y, posteriormente, a la opinión pública, es por la proliferación de los turistas rurales de pacotilla, esos que buscan entornos de ‘campo’ pero sin campo, un campo descafeinado y sucedáneo, de decorado de attrezzo y cartón piedra, en el que no pueden faltar el internet de alta velocidad (¡por favor!), TV por satélite con tropecientos canales, sala multi-cines y espacio de ocio cercana (con centro comercial anexo). Son estos pseudo-turistas rurales desnaturalizados e info-tecnificados, que sólo conciben un modelo de campo urbanizado, los que quieren imponer el toque de queda en el entorno rural: que las campanas no repiquen, las abejas no zumben y los gatos enmudezcan. Eso en el aspecto acústico, porque a los urbanitas ‘perdidos’ en el campo también les molestan los olores campestres, o los suelos carentes de asfalto, entre otras cosas. Este es un despropósito más del ser humano, el mayor depredador del planeta, el peor escollo y estorbo para el resto de insuperables habitantes de la nave tierra. Todos los animales expresamos lo que llevamos dentro.
Por lo dicho, hay que aplaudir la sabia decisión del juez francés que
falló a favor de que Maurice, un gallo genuino, de pro e inmutable en su
naturaleza aviar, cante sin restricción siempre que le venga en gana, y sin
responsabilidad penal alguna por despertar a urbanitas que olvidaron que la
naturaleza tiene sus propias reglas. Justa es la sentencia, pues los animales
tienen derechos, y el de expresión es uno de ellos. Maurice, con la actuación consecuente de su dueña, los hizo valer en el Palacio de Justicia.
En lo sucesivo, el urbanita que experimente molestia por el mugido de
unas vacas que vuelva a su entorno urbano, donde la leche no mana de ubres
poderosas y calientes, sino de asépticos y aburridos envases de cartón; donde
no se oye el canto del gallo sino el runrún insufrible del ‘homo sapiens’ bajo
mil formas.