jueves, 6 de septiembre de 2018

La ‘llamada de Dios’ no entra por el móvil


Un cartel de un tablón de anuncios de una parroquia dice así:
“Cuando entres a esta iglesia, es posible que escuches la ‘llamada de Dios’. Sin embargo, es poco probable que te llame al móvil.
¡Gracias por apagar tu teléfono!
Si quieres hablar con Dios, entra, elige un lugar tranquilo y conversa con Él.
Y… si quieres verlo, envíale un mensaje de texto mientras conduces”.

Una película nos convenció de que el cartero siempre llamaba dos veces, al menos por aquellos lares. Ahora, un anuncio parroquial trata de convencer a sus feligreses y visitantes de que apaguen el móvil porque, en este caso, aseguran que “es poco probable que Dios les llame por el móvil”.


Varias son las consideraciones en torno al asunto que ha elegido el humor como vía de conectar con su público-diana y conseguir una modificación de la conducta en un lugar de pública concurrencia. En primer lugar que el móvil no sólo le hace una enorme ‘competencia’ a Dios, sino que además empieza a tener alguna analogía con Dios (ubicuidad). El móvil está en todas partes y, además, delata su presencia. La evidencia diaria es que los móviles raramente están en modo silencio, por lo que la fatalidad hace que suenen en momentos inoportunos: en la consulta del médico, el abogado, el notario, en el coche mientras conducimos, cuando tomamos una ducha, miramos de conciliar una breve siesta, al pedir un aumento de sueldo al jefe, etc. Y en las iglesias, los móviles pueden sonar en cualquier momento, siendo particularmente disruptores durante la homilía o el sermón, cuando el oficiante está haciendo trabajar su materia gris con mayor intensidad para instruir y edificar a sus ‘tutelandos’ (tómese el palabro como “los que han de ser tutelados”). El ruido multiforme (cada usuario lo tiene personalizado) de una llamada entrante tiene, muchas veces, el efecto de un jarro de agua fría, hecho que corta el rollo y que hace que no pocos predicadores pierdan los papeles, la inspiración y hasta el oremus. Además, casi todo el auditorio (unos porque seguían al orador y otros porque estaban enfrascados en sus propios pensamientos), reacciona con molestia ante la agresión sonora de la campanita, el timbre, la melodía, la canción pegadiza o la sinfonía, ruidos que emergen de un sujeto/a de aquel lugar, creando un momento de cierto caos, que nos agrede a través del tímpano.

Paradójicamente, es el sujeto/a sinfónico accidental quien parece no alterarse especialmente y, para sorpresa y reproche general de los reunidos, se eterniza en la acción necesaria de sofocar aquel ruido perturbador. Hay ocasiones en que el incidente adquiere proporciones cómicas, incluso tragicómicas. Recuerdo un día en que el recogimiento y la concentración de los fieles fue interrumpido por el canto de un gallo. Pero no era un gallo de corral, sino su canto enlatado en un móvil. El quiquiriquí inesperado y sorpresivo fue seguido por una andanada de risas, ya que la situación tenía mucho de cómica. Por suerte aquel ‘gallo’ con batería de litio y sin plumas fue silenciado para que no tuviese oportunidad de cantar tres veces, hecho que habría adquirido una gravedad bíblica.

En segundo lugar, volver a recordar que vivimos pendientes del móvil y que no sabemos poner distancia con el aparato, que más que un accesorio parece ser un salvoconducto en sí mismo. Algunas personas son verdaderas adictas/dependientes (¡No sin mi móvil!). Es lo que los psicólogos denominan “adicción sin sustancia”. Sin embargo, en mi ignorancia superlativa, yo me atrevo a decir que sí hay sustancia (endógena, en este caso). Está comprobado que el uso del móvil hace que el cerebro del adicto segregue las sustancias (por tanto, hay sustancia). La dopamina, oxitocina y otros humores bioquímicos que se vierten en el torrente sanguíneo modifican el estado anímico del adicto al móvil. De ahí que el móvil (sin sustancia exterior visible) lleve a algunos a experimentar excitación, euforia; o, en caso de privación, mono de móvil o síndrome de abstinencia. Solo con disciplina (sufrimiento psíquico) pueden los adictos dejar el móvil atrás cuando lo exigen las circunstancias.

Por tanto, no es fácil para una iglesia (espacio público de culto religioso que nunca supera su aforo máximo ni de lejos) pedir a los congregantes que prescindan del móvil por poco más de una hora. Así, el mensaje del principio, expuesto en una parroquia española, invitando a desconectar el móvil, ha optado por ‘atacar’ de una manera inteligente y sutil. Lejos de recurrir al imperativo brusco de “apaguen el móvil, respeten el culto”, elige una vía amable y jocosa, que supone un encomiable acierto en mi opinión. Quizás sea la última parte del anuncio la que rompe el buen rollito del discurso al pasarse un poco en la ironía (el último aserto advirtiendo que los mensajes de texto pueden ser la manera de irse con Dios por la vía rápida tiene ya una cierta carga de sarcasmo, que es una ironía pasada de tuerca).

Con todo, no tengo nada en contra del chistecito. Empezaron con ironía y lo acabaron con un toque de sarcasmo. Puestos a buscar los tres pies al gato, diré que puede objetarse que la broma final le resta fuerza, autoridad y predicamento al primer mensaje en que se pide la desconexión del móvil. ¿Por qué? Porque hay que mantener la coherencia. Por tanto, pedir algo (que queremos que la gente cumpla sí o sí) y acabar el mensaje con un chistecito sarcástico nos hace correr el riesgo de que no nos tomen en serio. Vamos, que el humor es efectivo para conseguir una moción de ánimo en las personas. Pasarse de humor (sarcasmo) puede cosechar el fracaso para nuestra proposición. Delicada como es, la comunicación exige del comunicador un uso apropiado del tono, porque la broma excesiva puede cosechar el mismo resultado negativo que la actitud imperativa a la hora de pedir al público que siga cierta conducta.

En cualquier caso, lo que no tiene controversia es que apagar el móvil es un gesto siempre beneficioso, incluso cuando se espera recibir la palabra de Dios, o precisamente en tales ocasiones. Seguramente, silenciar el móvil es como darle una ‘oportunidad’ a Dios. Es quitar el ‘ruido’ del ‘canal’ y correr la ventura –quizás el riesgo- de conectar con otra dimensión. Silenciar el móvil es buscar nuestra propia paz, auto-concedernos una oportunidad; es un acto de fe en sí mismo, porque toda nuestra vida no puede orbitar en torno a cuatro chips por útiles que sean para el día a día. ¡Se puede vivir sin móvil; lo que no se puede es vivir sin Dios!

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