Un cartel de un tablón de anuncios de una parroquia dice así:
“Cuando entres a esta iglesia, es posible que
escuches la ‘llamada de Dios’. Sin embargo, es poco probable que te llame al
móvil.
¡Gracias por apagar tu teléfono!
Si quieres hablar con Dios, entra, elige un lugar
tranquilo y conversa con Él.
Y… si quieres verlo, envíale un mensaje de texto
mientras conduces”.
Una película nos convenció de que el cartero siempre llamaba dos
veces, al menos por aquellos lares. Ahora, un anuncio parroquial trata de
convencer a sus feligreses y visitantes de que apaguen el móvil porque, en este
caso, aseguran que “es poco probable que Dios les llame por el móvil”.
Varias son las consideraciones en torno al asunto que ha elegido el
humor como vía de conectar con su público-diana y conseguir una modificación de
la conducta en un lugar de pública concurrencia. En primer lugar que el móvil
no sólo le hace una enorme ‘competencia’ a Dios, sino que además empieza a
tener alguna analogía con Dios (ubicuidad). El móvil está en todas partes y,
además, delata su presencia. La evidencia diaria es que los móviles raramente
están en modo silencio, por lo que la fatalidad hace que suenen en momentos
inoportunos: en la consulta del médico, el abogado, el notario, en el coche
mientras conducimos, cuando tomamos una ducha, miramos de conciliar una breve
siesta, al pedir un aumento de sueldo al jefe, etc. Y en las iglesias, los
móviles pueden sonar en cualquier momento, siendo particularmente disruptores
durante la homilía o el sermón, cuando el oficiante está haciendo trabajar su
materia gris con mayor intensidad para instruir y edificar a sus ‘tutelandos’
(tómese el palabro como “los que han de ser tutelados”). El ruido multiforme
(cada usuario lo tiene personalizado) de una llamada entrante tiene, muchas
veces, el efecto de un jarro de agua fría, hecho que corta el rollo y que hace
que no pocos predicadores pierdan los papeles, la inspiración y hasta el oremus.
Además, casi todo el auditorio (unos porque seguían al orador y otros porque
estaban enfrascados en sus propios pensamientos), reacciona con molestia ante
la agresión sonora de la campanita, el timbre, la melodía, la canción pegadiza
o la sinfonía, ruidos que emergen de un sujeto/a de aquel lugar, creando un
momento de cierto caos, que nos agrede a través del tímpano.
Paradójicamente, es el sujeto/a sinfónico accidental quien parece no
alterarse especialmente y, para sorpresa y reproche general de los reunidos, se
eterniza en la acción necesaria de sofocar aquel ruido perturbador. Hay
ocasiones en que el incidente adquiere proporciones cómicas, incluso
tragicómicas. Recuerdo un día en que el recogimiento y la concentración de los
fieles fue interrumpido por el canto de un gallo. Pero no era un gallo de
corral, sino su canto enlatado en un móvil. El quiquiriquí inesperado y
sorpresivo fue seguido por una andanada de risas, ya que la situación tenía
mucho de cómica. Por suerte aquel ‘gallo’ con batería de litio y sin plumas fue
silenciado para que no tuviese oportunidad de cantar tres veces, hecho que
habría adquirido una gravedad bíblica.
En segundo lugar, volver a recordar que vivimos pendientes del móvil y
que no sabemos poner distancia con el aparato, que más que un accesorio parece ser
un salvoconducto en sí mismo. Algunas personas son verdaderas
adictas/dependientes (¡No sin mi móvil!). Es lo que los psicólogos denominan
“adicción sin sustancia”. Sin embargo, en mi ignorancia superlativa, yo me
atrevo a decir que sí hay sustancia (endógena, en este caso). Está comprobado
que el uso del móvil hace que el cerebro del adicto segregue las sustancias
(por tanto, hay sustancia). La dopamina, oxitocina y otros humores bioquímicos
que se vierten en el torrente sanguíneo modifican el estado anímico del adicto
al móvil. De ahí que el móvil (sin sustancia exterior visible) lleve a algunos
a experimentar excitación, euforia; o, en caso de privación, mono de móvil o
síndrome de abstinencia. Solo con disciplina (sufrimiento psíquico) pueden los
adictos dejar el móvil atrás cuando lo exigen las circunstancias.
Por tanto, no es fácil para una iglesia (espacio público de culto
religioso que nunca supera su aforo máximo ni de lejos) pedir a los
congregantes que prescindan del móvil por poco más de una hora. Así, el mensaje
del principio, expuesto en una parroquia española, invitando a desconectar el
móvil, ha optado por ‘atacar’ de una manera inteligente y sutil. Lejos de
recurrir al imperativo brusco de “apaguen el móvil, respeten el culto”, elige
una vía amable y jocosa, que supone un encomiable acierto en mi opinión. Quizás
sea la última parte del anuncio la que rompe el buen rollito del discurso al
pasarse un poco en la ironía (el último aserto advirtiendo que los mensajes de
texto pueden ser la manera de irse con Dios por la vía rápida tiene ya una
cierta carga de sarcasmo, que es una ironía pasada de tuerca).
Con todo, no tengo nada en contra del chistecito. Empezaron con ironía
y lo acabaron con un toque de sarcasmo. Puestos a buscar los tres pies al gato,
diré que puede objetarse que la broma final le resta fuerza, autoridad y
predicamento al primer mensaje en que se pide la desconexión del móvil. ¿Por
qué? Porque hay que mantener la coherencia. Por tanto, pedir algo (que queremos
que la gente cumpla sí o sí) y acabar el mensaje con un chistecito sarcástico
nos hace correr el riesgo de que no nos tomen en serio. Vamos, que el humor es
efectivo para conseguir una moción de ánimo en las personas. Pasarse de humor
(sarcasmo) puede cosechar el fracaso para nuestra proposición. Delicada como
es, la comunicación exige del comunicador un uso apropiado del tono, porque la
broma excesiva puede cosechar el mismo resultado negativo que la actitud
imperativa a la hora de pedir al público que siga cierta conducta.
En cualquier caso, lo que no tiene controversia es que apagar el móvil
es un gesto siempre beneficioso, incluso cuando se espera recibir la palabra de
Dios, o precisamente en tales ocasiones. Seguramente, silenciar el móvil es
como darle una ‘oportunidad’ a Dios. Es quitar el ‘ruido’ del ‘canal’ y correr
la ventura –quizás el riesgo- de conectar con otra dimensión. Silenciar el
móvil es buscar nuestra propia paz, auto-concedernos una oportunidad; es un
acto de fe en sí mismo, porque toda nuestra vida no puede orbitar en torno a
cuatro chips por útiles que sean para el día a día. ¡Se puede vivir sin móvil;
lo que no se puede es vivir sin Dios!
No hay comentarios:
Publicar un comentario