Van arriba y abajo en un trasiego que no cesa, incluso por barrios trabajadores. El vehículo más habitual suele ser una bicicleta de montaña, barata, comprada las más de las veces de oferta en una gran superficie. Los más pudientes de esta casta del nuevo lumpen-proletariado usan un ciclomotor de baja cilindrada (50 o 125 cc). Incluso creo haber visto alguno “a lomos” de una bicicleta btt, pero con ayuda eléctrica. Puede que ese ciclista-esclavo (pedalea por necesidad) ame la movilidad sostenible o haya pensado que, con el tiempo, sufragará el sobrecoste que ha tenido su vehículo eléctrico. Ahora, que eclosiona la moda del patinete eléctrico, me falta por ver alguno de estos esclavos modernos trabajar a bordo de uno de ellos. Seguro que ya los hay “trotando” por Barcelona, y no precisamente para pasear ociosos por la fachada marítima, o ir a reunirse con los amigos en el centro haciendo alarde de no se sabe bien qué cosa (¿ecología, alternatividad, esnobismo imitador?).
Bien, ya sabemos que utilizan un medio de transporte barato y que están trabajando. El rasgo distintivo de este colectivo, que los señala como quasi-marginales, es un mochilón cuadrado colgando de su espalda. Tiene unas dimensiones infrahumanas e infra-lógicas a efectos de transporte, ergonomía y aerodinámica. El cajón suspendido no solo canta por su tamaño, también lo hace su color chillón, donde se recorta con tipografía harto visible el nombre de la empresa, aunque omitiré referencias que son de sobra conocidas. Son empresas de la era de las start-up, una invención moderna que, sin embargo, sigue explotando viejísimos conceptos, en algunos casos. La entraña de estas sociedades de servicios es tan vieja como la sempiterna explotación del hombre por el hombre; pero son empresas con una envoltura moderna, una reinvención de las formas pero no del fondo. En algunos casos, sus artífices, iluminados de la economía digital y mal llamada colaborativa, las han creado ante un ordenador. Y más de uno de estos empresarios digitales ha ganado su primer millón de dólares (dicen que es el más costoso, después funciona la economía de escala) sin ni siquiera salir de una habitación. Les ha bastado dar unos clics de ratón aquí y allá, que siempre es más fácil que tener que bajar a la arena y cambiar los toques de ratón por golpes de látigo.
Estas modernas empresas han cambiado las apariencias, pero el fondo sigue siendo el más crudo y mísero que ha conocido la humanidad a lo largo de su historia. Antes, los empresarios ganaban su plusvalía con el sudor de la frente de los demás… y una pequeña contribución de su propio sudor. Si era una persona díscola, podía incluso verse acosado por un piquete de trabajadores. Ahora, en cambio, en la época de la economía digital, cualquier emprendedor del tres al cuarto puede decidir sobre vidas ajenas “on-line” y en la distancia. Estos modernos explotadores del talento y la fuerza ajena no necesitan personarse en la oficina para recoger, por ejemplo, la recaudación de su negocio. Los fondos que obtienen con su ejercicio –quizás rapiña- llegan directamente a su cuenta bancaria, lo que minimiza el riesgo de malos encuentros. Los genios de estas start-up han instituido el negocio on-line, que incluye obviamente que la posible explotación se ejerza –si existe explotación- de modo on-line. Justo es reconocer que no son todos los que están (hay honrosas excepciones), pero tampoco están todos los que son.
Y quienes trabajan en este sistema precario, la fuerza laboral que alimenta a esta modalidad explotadora, son esclavos de la bicicleta. La cultura del ‘low cost’, que todos conocemos y alentamos, junto con la aparición del empresariado multimedia y remoto, han propiciado esta situación. Es muy típico desear una pizza y tener pereza de ir a buscarla a la calle. No hay problema. Llamamos, y un esclavo nos la trae en su bici. En principio, estaríamos ante un nicho de mercado como cualquier otro, determinado por el “rey” mercado. El problema viene por las condiciones leoninas e insostenibles que imponen a los ciclistas del reparto a domicilio.
Quizás estoy dramatizando en exceso. Seguro que son “almas libres” que se sienten bien haciendo este tipo de trabajo, desbocados en la vorágine de una ciudad medio jungla. Seguro que son atletas de la bicicleta y disfrutan pedaleando 8, 10 o más horas porque ello va con su estilo de vida. Seguro que jamás podrían soportar 8 horas de trabajo encerrados en una oficina, fábrica o taller… Quizás. Todo ello es posible. Hasta encontraríamos alguno de estos atletas-repartidores-ciclistas contento con su suerte. Sin embargo, no dejan de ser falsos autónomos sujetos a la disciplina de un patrón, que trabajan jornadas impensables e insostenibles para poder cumplir con sus obligaciones fiscales y mantener la costumbre de hacer 3 comidas diarias aceptables. Pedalear es sano, pero hacerlo envuelto de coches, y con la calidad del aire en mínimos, no lo es. Eso por no hablar de las elevadas posibilidades de sufrir un accidente de tráfico (accidente vial-laboral, en este caso) por estar moviéndose todo el día entre coches, arriba y abajo.
Quienes así obtienen su carísimo sustento son esclavos –en libertad- pero esclavos sujetos a incertidumbres y miedos. ¿Durante cuánto tiempo podrán ganarse el pan con el “sudor de la bicicleta”? Son esclavos como los afro-americanos de las plantaciones de algodón, que eran retenidos por la “blackberry” (bola irregular y pesada unida por un grillete, que impedía la huida). Los esclavos modernos de la sociedad multi-servicios de ‘low cost’ utilizan la bicicleta, que se pagan ellos mismos; y su blackberry ha sido sustituida, por una cuestión de mercado, por un Smartphone (también suele ir por cuenta del usuario y no de la empresa).
El Smartphone, que no deja de ser una herramienta de trabajo, simboliza aquí el lazo, un nexo opresor-explotador de una start-up que va dirigiendo a una nueva especie de ‘marionetas’ sin derechos laborales a través del móvil.
La tecnología (los móviles, en este caso) es neutra, ni buena ni mala en sí misma, dependiendo ello del uso que se hace. Pero la condición humana consigue transformar un móvil en una suerte de cadena, y un ratón informático en un implacable y eficaz látigo. Homo homini lupus!
¡Ciclistas del ‘low cost’ y la economía digital, uníos. Solo tenéis una cosa que perder! (El móvil… y las cadenas, que son la misma cosa, una sola cosa). Ésa podría ser la consigna. Pero, y los sindicatos... ¿duermen en el confort de sus laureles ya marchitos?
Acabaré con otra pregunta retórica. ¿Por qué no trabaja el del ratón? Al fin de cuentas pedalear es sano, y la calle aporta una visión multifactorial y enriquecedora del negocio. Quizás desarrollara nuevas ideas exitosas o, como mínimo, pudiera visualizar mejoras en su ‘modus operandi’, o gestión de esclavos modernos de la economía digital.