Versión Inglesa
Se equivocan lamentablemente quienes vinculan su felicidad
con circunstancias ajenas como sus congéneres (la familia, la pareja o los
hijos), el azar, una economía favorable y una vida acomodada, el éxito
profesional, o factores que comúnmente se asocian con la suerte. Nada más lejos
de la realidad: la felicidad es una opción y una decisión personal. Si, como
decía Séneca, “nada es más fácil que estar triste”, podemos colegir ahora que
nada es más difícil que estar feliz sin un estado mental apropiado que actúe
como precursor de la ansiada felicidad. En nosotros mismos está el poder de
decidir si optamos por la felicidad o no.
La felicidad es contagiosa: las personas felices desprenden energía que edifica y transforma su entorno. Por desgracia, la tristeza también se contagia
Además, contrariamente a la creencia popular, la felicidad
no se busca. Más bien podríamos decir que se encuentra, ya que nace de nuestra
realidad de cada momento. No les falta razón a quienes piensan que la felicidad
es flor de un día (efímera), frágil, etérea e inalcanzable en su plenitud. Sin
embargo, el trabajo diario, con el enfoque correcto, proporciona la dosis de
felicidad necesaria para sortearnos en la vida. Paradójicamente, la escuela nos
proporciona instrucción, socialización, etc., pero no nos educa para ser
felices, que es, por encima de todo, una actitud. Las personas felices lo son
porque supieron interpretar, filtrar o vivir sus experiencias existenciales en
clave positiva.
Pese a ser la felicidad una actitud interior y autónoma, las
relaciones laborales tienen un peso nada desdeñable. No es lo mismo trabajar en
organizaciones-jungla (liderazgo nocivo) que tener un líder comprometido con la
excelencia, que ve la felicidad del empleado (capital humano) tan valiosa como
la propia, que se esfuerza en conseguir un círculo virtuoso de motivación
constante, que es lo que marca la diferencia entre lo mediocre y lo excelente,
la supervivencia laboral o el bienestar. La felicidad se disfruta en la meta,
pero también por el camino. De ahí que el objetivo sea disfrutar del día a día
con pasión.
Nada pide menos esfuerzo que estar triste (o quemado) estos
días. El mérito está en no quemarse; es decir, preservar un optimismo (visión
positiva) incombustible y estanco a nuestras propias circunstancias. Para ser
feliz hay que esforzarse. Así que lo primero es dejar de lado la pereza.
En la vida ordinaria, como en nuestros trabajos, la Arcadia Feliz es una utopía idealista. Nos toca vivir en un entorno difícil, competitivo y exigente, en el que conviene evitar los extremos: tan negativo es el afán y la ansiedad por sistema, como el miedo paralizante, la tristeza y la auto-compasión.
La respuesta a la sobre-exigencia que solemos afrontar se traduce en estrés, que no es más que una respuesta psico-fisiológica de adaptación y supervivencia al medio hostil. En ese sentido, no faltan teóricos –y una corriente de opinión- que sostiene que el estrés no siempre es negativo para las personas, ya que nos permite reaccionar ante los estímulos, incluso antes de percibirlos. Según esta misma hipótesis, un moderado nivel de estrés no sería malo, sino que aumentaría la eficacia y desarrollaría las capacidades y destrezas, manteniendo el estado de atención. El problema del estrés, según los expertos, es cuando la presión paraliza al individuo, impidiéndole la adopción de decisiones y la resolución de sus problemas.
El camino del medio
Si la Arcadia Feliz no está a nuestro alcance, y el estrés nos provoca grima, lo sensato sería optar por una vía intermedia, que muchos denominan coloquialmente ‘Amiplín’. El Amiplín no es una medicina, pese a su fonética de corte medicamentoso; pero sí podríamos decir que es un ‘principio activo’ de probada eficacia para la supervivencia.
Conocido para los que tenemos una cierta edad, y desconocido para los más jóvenes, Amiplín tiene su ‘etimología’ en un anuncio de los años 60-70 (“A mí plin, yo duermo en pikolín”), que es un clásico de los slogans publicitarios, junto a otros inolvidables, como la canción del Cola-Cao.
Sin ánimo de hacer publicidad directa de unas marcas, lo que nos interesa del Amiplín es su filosofía de relativización de los problemas, de guardar distancia con los mismos, procurando no perder el control. Al fin de cuentas, como dicen algunos: “si algo es grave, no tendrá solución. Y si es leve, no tiene sentido que nos preocupemos por algo intrascendente”.
Ahora bien, el Amiplín no debe entenderse como la inhibición, el pasotismo o la irresponsabilidad, sino como una actitud pro-activa de mantener la calma, echando mano –si ello es posible- del buen humor. Entre sus múltiples beneficios, trabajar con humor ayuda a subir la moral, motivar y comprometer más a los trabajadores, fortalecer el equipo y construir relaciones basadas en la confianza. Un arquetipo del ‘Amiplinismo’, que también defendía el humor en el trabajo fue el escritor filosófico y poeta, Samuel Butler, a quien se le atribuye la categórica sentencia de que “la única convicción que el hombre debe tomarse en serio es que nada debe tomarse en serio”. Correctamente interpretada y ejecutada, la máxima de Butler, o la práctica del Amiplín, son recursos para la supervivencia en los tiempos del estrés.
Amiplín puede combinarse con otros ‘bálsamos’ terapéuticos como practicar el lenguaje interior positivo: el odio-aversión-tristeza es ‘basura emocional’, que mata neuronas y sólo provoca malestar; o la neuro-plasticidad: sonreír, o crearnos imágenes positivas en momentos de tensión, induce drásticos cambios cerebrales, aumentando nuestra seguridad, tranquilidad y capacidad de éxito.
En fin, vamos a poner a trabajar a nuestro ‘músculo’ más potente, el cerebro, para capear los temporales, en lugar de sucumbir en ellos. Para ese colectivo creciente de ciudadanos (más del 50%) que declara no sentirse feliz recomiendo un tratamiento de choque (bien pautado) con Amiplín.
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