Esta falta de actualización se explica por varios motivos: las nuevas herramientas producen pereza (o miedo), lo que enlentece su introducción y, en segundo lugar, los directivos encargados de la transición se encuentran en su edad media, por lo que la mayoría empieza a pensar más en su futuro inmediato (jubilación) que en el futuro de la compañía. Hasta que los ‘millennials’ no lleguen a copar el poder de decisión, el modelo permanecerá estancado en lo que hoy es. La gestión anticuada que padecen los hipermercados les perjudica y les hace perder potencial y clientes. Trataré de explicarlo a partir de mi propia experiencia.
La bombilla que no quiso alumbrar
Hace unos meses compre una bombilla LED (diodo emisor de luz), de marca ‘blanca’ y que, indefectiblemente, procedía de PRC, o la fábrica del mundo. La duración teórica del artefacto, de clase A+ (cercana, por tanto, a la máxima eficiencia energética) era de 25.000 horas. Pensé que me estaba despidiendo de esas molestas bombillas convencionales que no paran de fundir el filamento. Además, con solo 25 vatios de consumo (también teórico) hacía más sostenible mi manía de no alumbrarme las noches con la luz de una vela. Mi gesto, optando por aquella lámpara LED, beneficiaba –a medio plazo- al bolsillo y al planeta.
Utilicé la bombilla esporádicamente por no ser parte de la iluminación nocturna habitual. Pero, con unas pocas horas de funcionamiento (probablemente menos de 100) mi bombilla LED china “decidió” unilateralmente dejar de funcionar, robándome aquellos miles de horas de compañía prometida por el fabricante. En décimas de segundo la bombilla cambió su luz blanca por unos intentos fallidos de iluminar. Cuando la tomé en las manos para analizarla, el casquillo quemaba y lo tuve que soltar rápidamente. Literalmente aquel ingenio portador de luz de clase A+ se había frito, lo que me hizo dudar de la eficiencia energética anunciada en el envase.
La decisión fue automática: llevaría la bombilla de vuelta al hiper, ellos me la sustituirían, o reembolsarían el importe que había pagado. Solo había un problema, no conservaba el ticket de la compra. ¿Quién guarda los tickets de supermercado de compras hechas tres meses antes?
Confié en mis dotes persuasivas y, un lunes por la mañana cuando los hipermercados languidecen por la falta de movimiento comercial, me planté ante el mostrador de atención al cliente. Explicado brevemente el problema, la joven que me atendía aplicó el desfasado protocolo de la etapa pre-data, el protocolo de la era analógica, donde todo era papel: “¿Ha traído el ticket?”, preguntó.
-“Mire, yo no guardo los tickets de compras de hace tres meses”, le respondí.
-“Pues debe hacerlo a efectos de la garantía”, me enmendó con suficiencia aquella empleada bien instruida en una política obsoleta según la cual el cliente es un presunto timador mientras no demuestre lo contrario (con su ticket).
El trámite del ticket es una verdad a medias, una rémora del pasado que el comercio utiliza para eludir, siempre que pueden, sus responsabilidades ante un cliente descontento. Además, la doctrina en materia de consumo –comúnmente aceptada- sostiene que el ticket es innecesario como documento probatorio de la transacción, máxime cuando ésta se haya llevado a cabo mediante una tarjeta (crédito o débito) como medio de pago.
Yo me resistía numantinamente en mis trece. La ausencia de un innecesario ticket no iba a hacer que aquéllos se quedasen con el dinero de una lámpara inservible, que me empezaba a causar molestias añadidas a la primera molestia, que fue apagarse muchísimo antes de cumplir sus 25.000 horas de trabajo prometidas.
La jefa de la joven que me atendía terció en el pre-litigio y, sumándose al grupo, no mostró ningún ánimo resolutorio, simplemente empezó a barrer para su casa (la empresa). Con mis datos de tarjeta de cliente pudieron corroborar que, en las fechas que yo indicaba, se habían producido varias compras. Pero, el problema era que dichas compras no estaban documentadas o detalladas por artículos. Eran solo un apunte contable en mi cuenta de cliente, una cantidad en euros que ya se había pagado.
Pedí hablar con una persona de más autoridad en el escalafón para aliviar la presión de aquellas acólitas del sistema analógico, que defendían por obediencia debida a su empleador. El supuesto jefe resultó ser otro acérrimo del ticket. Sin necesidad de palabras, su actitud ya proclamaba con rotundidad el mensaje, que habría estado utilizando durante las últimas tres décadas, de que “toda compra sin ticket no existía como tal”. O que “el cliente (sin ticket) es un ‘chorizo’ por definición”, dicho en términos más coloquiales. Fue, pues, un diálogo de sordos inservible y asfixiante, fuente de irritación.
El empecinamiento de los empleados en su protocolo 100% analógico me hizo desistir (a posteriori he ensayado un canal de comunicación directo con el servicio central de atención al cliente, a través de chat, y me han dado un número de incidencia, que ya es algo).
La reflexión mientras volvía a casa con las manos vacías (y una bombilla que quiso dejar de serlo prematuramente) me llevó a reparar en la gestión poco fina que hace el distribuidor del que hablo. ¿Realmente están aprovechando los datos que ofrecen los escáneres de la línea de cajas? Rotundamente no. Y eso que el escaning de supermercado es ya una técnica madura que nace en la década de los 80 del siglo pasado con la lectura óptica de los códigos de los productos al pasar por la caja de pago.
En resumen, la gran superficie me vende diversos productos cada mes, sus escáneres leen las referencias, pero (al parecer) el sistema informático no memoriza mis compras (con pelos y señales; es decir, el ticket).
Y si no memorizan mis compras; esto es, no recogen mis datos de compra, ¿qué tipo de big data pueden hacer? Pues, ninguno.
¿Puede el hipermercado conocerme a través de mis compras y hacerme ofertas específicas, personalizadas (o ‘ciblées’, como diría la casa madre) en función de mi patrón/perfil de consumo? De ninguna manera, porque no recogen mis datos (minería de datos) y, por tanto, pese a la información valiosa que les facilito, no me conocen en materia de preferencias, tendencias, hábitos…
¿Qué está pasando pues? Sencillamente estamos ante ‘analfabetos digitales’ que no son capaces de servirse de las herramientas que tienen a su disposición. Sin ánimo de faltar al respeto, hay que puntualizar que aquellas empresas que no gestionan –y aprovechan- el big data merecen el apelativo cariñoso de analfabetos digitales, unos prisioneros atascados por motivos varios en la era analógica. Los perjuicios son para tales empresas, pero también nos afectan a los clientes.
En el sector bancario circula una idea marketiniana que alude al ‘fresh-banking’ (la gestión bancaria tiene frescura, pero no es precisamente en el área de innovación donde se manifiesta). En la gestión de la distribución comercial también se necesita un soplo nuevo que erradique prácticas viejas y anti-comerciales, cuando no insultantes. Para ofrecer un servicio de calidad, las grandes superficies deben abrazar el ‘fresh-hipermarketing’ y olvidar el coñazo –interesado- de pedir el ticket, pues hoy tenemos ordenadores y bancos de memoria para crear (y almacenar) registros digitales de las operaciones que se hacen en la sala de venta del hiper.
Entre analfabetismo digital o big data (bien hecho) yo me quedo con lo segundo.
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