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viernes, 20 de diciembre de 2019

Libertad de expresión: ¡Maurice puede cantar!



En la canción ‘Al alba’, su cantautor decía: “Quiero que no me abandones, amor mío, al alba”. En ningún caso se decía “no me despiertes”. El despertar temprano (involuntario) incomoda a algunas personas. Este texto se va a ocupar, con ánimo reivindicativo y festivo, de algunos ruidos naturales (y connaturales a la propia humanidad) que pueden hacernos despertar cuando se insinúa el lucero pero domina aún la negrura. Sustanciaremos estas tesis en el derecho de un gallo francés, de nombre Maurice, a seguir anunciando las primeras luces del alba porque nació gallo, en su naturaleza está el quiquiriquí como una seña de identidad genuina y, mal que nos pese, la civilización urbanita (distanciada de todo lo natural por definición) no puede permitirse la tiranía de amordazar a los gallos porque cantan, domesticar (o castrar) la naturaleza o poner puertas al campo para hacerlo más ‘amistoso’.

Se da la curiosa circunstancia de que nuestro gallo comparte el nombre con su compatriota, Maurice Chevalier, quien cantó –como nadie- a la lluvia (The rythm of the rain), a los gatos (Aristogatos) y a una gallina (Si vous connaissiez ma ‘poule’); si bien esta ‘gallina’ no era ave sino un mamífero del género humano. Lo cierto es que el gallo responde al nombre de Maurice, aunque ignoro si la coincidencia onomástica con el cantante fue intencionada o casual. Tanto Chevalier como el gallo Maurice nacieron para cantar.

No hace falta ser del partido animalista para reconocer a los gallos el derecho a cantar cuando deseen, especialmente cuando el canto cuestionado es ese ancestral prolegómeno del día que despunta, que convierte al gallo en el despertador por excelencia.
Tenemos un patrimonio sonoro en el mundo rural que debe ser protegido. Ya hemos citado el canto del gallo, al que podemos agregar las manifestaciones sonoras de otras aves (gallinas, patos, ocas), el canto o trino de los pájaros, cada uno con su singularidad acústica. Hay quien denigrará sin duda por cansina a la tórtola, pero esa avecilla canora (sin t) hace lo que la naturaleza le ha encomendado, que es poner banda sonora al campo con su zureo. Pero hay más ruidos rurales que integran nuestro patrimonio sonoro en franca decadencia. Tenemos el ruido de las cigarras o chirrido, metáfora del éxtasis estival, la auto-complacencia y el carpe diem, el canto de los grillos en las primeras horas de la noche (cuando el jazmín empieza a embriagar el aire), imagen de solaz al concluir la jornada. No podemos olvidar las reminiscencias bucólicas que hay detrás del mugido de las vacas, el rebuzno de los burros, el balido de las ovejas o el ladrido de los perros. 
Y todavía hay más elementos sonoros que reivindicar en el entorno rural, por ejemplo, el ruido del viento (a veces tenue y, otras, amenazador), el ruido de la lluvia que repiquetea estridente en suelos de piedra y contraventanas, el eco de las aguas cantarinas en los cursos altos de los ríos. Tenemos también los sonidos del silencio. Toda una paradoja pero, por lógica, el no-ruido es un ruido (inexistente), que no puede ser excluido del mundo de los sonidos. 

Tradicionalmente asociamos el silencio con los cementerios, también con la caída de la nieve. Sin embargo, aguzando el oído, es posible escuchar la sinfonía discreta que crean los copos de nieve cuando van depositándose sobre el suelo ya cubierto con un manto blanco. Incluso el natural envaramiento de los cementerios se ve quebrado en la noche por la manifestación vital, el ululato (derivado de ulular) de los búhos, mochuelos, autillos, lechuzas y otras pequeñas rapaces que, en su vida nocturna por camposantos, bancales de cuatro esquinas y sus aledaños, crean una ambientación sonora de chirridos (lechuza), chucheos y graznidos (búho). Y es más que evidente que ningún morador de cementerio se ha quejado jamás de las aves canoras, que seguramente han encontrado entre los muertos la paz que les negamos los vivos.

La animalidad emerge
Y, por seguir reivindicando la libertad de expresión de los animales, recordemos el derecho de las abejas a emitir su zumbido, la potestad de los cerdos de gruñir, o la prerrogativa de los gatos de despachar sus maullidos y bufidos; las gaviotas sus graznidos; los pavos sus gugluteos; y las ranas su croar. Estamos ante un mundo sonoro desconocido por olvidado, que nos indica que el planeta azul que habitamos es una casa compartida con otras especies animales, capaces todas ellas de emitir sonidos naturales más cultivados, originales y hermosos que los que generamos los herederos del supuesto ‘homo sapiens’. 
Maurice, protagonista involuntario de un circo mediático, fue llevado a juicio por cantar. Finalmente, el gallo ha visto reconocidos sus derechos naturales por un juez
¿Qué pensará el gallo Maurice de los ruidos que hacemos los humanos cuando él se entrega a su descanso nocturno en el gallinero? Sin duda, molestamos a los animales con nuestros gritos, diversiones, música, los motores de explosión, la actividad frenética, etc. Eso sí que constituye un auténtico perjuicio sonoro, que es fuente de tensión y enfermedad para nosotros mismos. El ruido es un auténtico contaminante físico, razón por la cual se entiende que los mochuelos se vuelvan ‘góticos’ y busquen la paz de los cementerios, huyendo del mundanal ruido, el descomunal ruido que acompaña a los humanos (añádele a eso la contaminación lumínica).

Si el caso del gallo Maurice ha llegado a la prensa y, posteriormente, a la opinión pública, es por la proliferación de los turistas rurales de pacotilla, esos que buscan entornos de ‘campo’ pero sin campo, un campo descafeinado y sucedáneo, de decorado de attrezzo y cartón piedra, en el que no pueden faltar el internet de alta velocidad (¡por favor!), TV por satélite con tropecientos canales, sala multi-cines y espacio de ocio cercana (con centro comercial anexo). Son estos pseudo-turistas rurales desnaturalizados e info-tecnificados, que sólo conciben un modelo de campo urbanizado, los que quieren imponer el toque de queda en el entorno rural: que las campanas no repiquen, las abejas no zumben y los gatos enmudezcan. Eso en el aspecto acústico, porque a los urbanitas ‘perdidos’ en el campo también les molestan los olores campestres, o los suelos carentes de asfalto, entre otras cosas. Este es un despropósito más del ser humano, el mayor depredador del planeta, el peor escollo y estorbo para el resto de insuperables habitantes de la nave tierra. Todos los animales expresamos lo que llevamos dentro.

Por lo dicho, hay que aplaudir la sabia decisión del juez francés que falló a favor de que Maurice, un gallo genuino, de pro e inmutable en su naturaleza aviar, cante sin restricción siempre que le venga en gana, y sin responsabilidad penal alguna por despertar a urbanitas que olvidaron que la naturaleza tiene sus propias reglas. Justa es la sentencia, pues los animales tienen derechos, y el de expresión es uno de ellos. Maurice, con la actuación consecuente de su dueña, los hizo valer en el Palacio de Justicia.
En lo sucesivo, el urbanita que experimente molestia por el mugido de unas vacas que vuelva a su entorno urbano, donde la leche no mana de ubres poderosas y calientes, sino de asépticos y aburridos envases de cartón; donde no se oye el canto del gallo sino el runrún insufrible del ‘homo sapiens’ bajo mil formas.

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